CIUDAD DE MÉXICO — El chef Arturo Rivera Martínez, recién galardonado con una estrella Michelin, se puso frente a una parrilla increíblemente caliente en el primer puesto de tacos mexicanos que obtiene una codiciada estrella de la guía francesa de restaurantes, e hizo exactamente lo mismo que lleva haciendo 20 años: dorar carne.
Aunque los representantes de Michelin se acercaron el miércoles al local para obsequiarle una de sus chaquetas blancas de chef de manga larga e inmaculadas, él no se la puso. En este pequeño negocio de 3 por 3 metros, el intenso calor asa la carne.
En Tacos El Califa de León, en Ciudad de México, sólo hay cuatro cosas en el menú, todos tacos, y todos ellos de costilla, lomo o jarrete de vaca.
“El secreto es la sencillez de nuestro taco. El taco solo cuenta con una tortilla. Salsa verde y roja. Ése es. Ése es el taco. Eso y la calidad de la carne”, afirmó Rivera Martínez. Es también probablemente el único chef con estrella Michelin que cuando le preguntan con qué bebida debe acompañar su comida responde: “Me gusta una Coca”.
En realidad, es más complicado que eso. El Califa de León es el único puesto de tacos entre los 16 restaurantes mexicanos que recibieron una estrella, así como dos locales que obtuvieron dos estrellas. Casi todos los demás son negocios muy elegantes.
De hecho, fuera de un puesto de comida callejera en Bangkok, El Califa de León es posiblemente el restaurante más pequeño que haya obtenido una estrella Michelin: la mitad del espacio de 9,29 metros cuadrados del local está ocupada por una parrillera de placas de acero macizo que está más caliente que la salsa.
La otra mitad está abarrotada de clientes que, de pie, agarran sus platos de plástico y se sirven salsa con cucharones. Una ayudante extiende constantemente la masa de tortilla sobre una plancha.
En cierto modo, El Califa de León es un homenaje a la resistencia al cambio. Ha llegado hasta aquí haciendo exactamente las mismas cuatro cosas que ha hecho desde 1968.
Miles de veces al día, Rivera Martínez toma un filete de ternera fresco, cortado en finas lonjas, y lo pone en la parrilla de acero supercaliente.
Le echa una pizca de sal, le exprime medio limón por encima y toma una tortilla de masa blanda recién amasada para colocarla sobre la sólida plancha de metal hasta que se infle.
Tarda menos de un minuto. No dice exactamente cuánto tiempo porque “eso es un secreto”, le da la vuelta a la carne con una espátula y luego a la tortilla y, muy rápidamente, la lleva a un plato de plástico para colocarle la carne encima. Entonces dice en voz alta el nombre del cliente que la pidió.
Cualquier salsa —roja ardiente o verde igualmente atómica— la añade el cliente. No hay lugar para sentarse y en algunos momentos del día tampoco hay lugar para estar parado porque la acera frente al negocio fue tomada hace años por vendedores ambulantes de calcetines, baterías y accesorios para teléfonos móviles.
No es que realmente alguien quiera comer dentro de la pequeña taquería. El calor en un día de primavera es agobiante.
La temperatura es uno de los pocos secretos que Rivera Martínez comparte. La parrilla de acero debe calentarse a unos asombrosos 360 grados Celsius.
Al preguntarle qué se sentía al conseguir una estrella Michelin, respondió en la jerga clásica de Ciudad de México: “Está chido… Está padre (muy bien)”.
Los precios son bastante elevados para los estándares mexicanos. Un solo taco, generoso pero no enorme, cuesta casi cinco dólares. Pero muchos clientes están convencidos de que es el mejor.
“Es la calidad de la carne”, señaló Alberto Muñoz, quien viene aquí desde hace unos ocho años. “Nunca me ha decepcionado. Siempre lo he recomendado y, ahora que tiene la estrella, con más razón”.
Para el hijo de Muñoz, Alan, que esperaba un taco de ternera junto a su padre, “es un momento histórico para la gastronomía mexicana; y nosotros estamos aquí para presenciarlo”.
Realmente, se trata de no cambiar nada: la frescura de las tortillas, el menú, la distribución del restaurante. Su propietario, Mario Hernández Alonso, ni siquiera revela dónde compra la carne.
Sin embargo, los tiempos han cambiado. La clientela más leal de El Califa de León procedía originalmente del antiguo partido gobernante, el PRI, cuya sede está a unas cinco cuadras de distancia. Pero la organización política perdió la presidencia en 2018 y ha entrado en un declive constante. Ahora es raro ver a alguien con traje ahí.
Hernández Alonso señala que su padre, Juan, que fundó el negocio, nunca se molestó en registrar el nombre Califa, por lo que una elegante cadena de tacos, bien financiada, ha abierto alrededor de 15 restaurantes con ese nombre en vecindarios exclusivos.
Hernández Alonso ha estado barajando la idea de llevar el negocio a las redes sociales, pero eso depende de sus nietos.
Por ley, tras la pandemia de coronavirus, a los restaurantes de la Ciudad de México se les permitió abrir áreas con asientos en las calles. Pero El Califa de León ni siquiera tiene una acera para que los clientes coman debido a todos los vendedores ambulantes, así que ahora los comensales están codo con codo con puestos de exhibición y maniquíes de plástico.
Cuando se le pregunta si le gustaría que le dejaran un espacio para una zona de asientos en la calle, Hernández Alonso expresó que “si no está roto, no lo arregles”.
“Dice el dicho y dice bien: para qué mejoras o cambios; lo que está bien hecho no hay que componer nada”, dijo, señalando a los vendedores ambulantes. “Eso es lo que Dios manda y hay que acomodarse a ello”.