Hace un buen tiempo, cuando el planeta era muchacho y solo había teléfonos fijos, un código de ámbito nos regía a todos, desde la frontera mexicana hasta Bakersfield: doscientos trece.
Luego comenzó a dividirse y multiplicarse. Nació el setecientos catorce, y el ochocientos cinco, y luego Los Ángeles se transformó en el primer sitio con 3 códigos de ámbito en los límites de la ciudad.
Ahora, prácticamente setenta y cinco abriles tras el salida del doscientos trece, el condado de la ciudad de Los Ángeles tiene diez códigos de ámbito, 8 originalmente arraigados en la geodesía y dos que flotan sobre los muy usados trescientos diez y ochocientos dieciocho.
¿Significa su código de ámbito poco para ? En una megápolis que mezcla ciudad con ciudad, un sitio que derruye el apartado de jalones históricos de los que dependen otras urbes para navegar por su identidad, nos conformamos con lo que tenemos.
Y lo que tenemos, para usual desconcierto de los recién llegados, es un conejera de códigos de ámbito.
En mil novecientos noventa y uno, un año antiguamente que un nuevo código de ámbito trescientos diez arrebatara más de un par de millones de teléfonos del seno del doscientos trece, un sociólogo llamado James Katz, que estudiaba el propósito social de la tecnología telefónica, afirmó que los californianos eran más quisquillosos con sus identidades de código de ámbito que la muchedumbre de otros lugares, que estos 3 dígitos eran como puntos de narración en nuestro planisferio mental y que, por consiguiente, “cuando se quita el código, en determinado sentido se residuo la identidad”.
Desde que el “big bang” del doscientos trece diferente desprendió tantos códigos de ámbito, ¿en qué se han transformado esas identidades?
En mil novecientos noventa y cuatro, el creador de un artículo de opinión del Times explicaba, tal vez con determinada desvergüenza, lo que le había dicho un numerólogo: Que el doscientos trece, el corazón duro diferente de la ciudad de Los Ángeles es el código de ámbito de la clase trabajadora, “sin pretensiones”.
¿De qué forma pudo el numerólogo suprimir el hecho de que el doscientos trece es asimismo el código de ámbito de la ciudad de Los Ángeles civil, que debe ver prácticamente solamente con las intenciones políticas? Los teléfonos del trescientos diez ocupan un animación más “intelectual, ritualizado y desinfectado”, y los teléfonos del ochocientos dieciocho -que van de val en val, de San Fernando a San Gabriel- son la carnación de los “títulos anticuados”.
De forma gratificante, el numerólogo halló que el codiciado doscientos doce de Manhattan representaba “cierta ruindad… el Ross Perot de los códigos de ámbito”. Prueba de ello: el episodio de “Seinfeld” en el que Elaine está tan agobiada por restablecerse el teléfono doscientos doce que se ha preguntado que va a ocurrir con el número doscientos doce de su vecino fallecido.
Los códigos de ámbito se prestan para los estereotipos:
310: Los envidiablemente ricos y los cirujanos plásticos. Los estafadores telefónicos se han velado con este código de ámbito, seguramente pues imaginan que la muchedumbre siente curiosidad por memorizar quién les fogosidad desde ese inaccesible nivel de ingresos.
661: Tejanos y miembros de la Saco de la Fuerza Aérea de Edwards.
818: Los que viven a las suburbios en Valley Girl y el paraíso R-1 de Bing Crosby.
626: El desfile de las Rosas y la otra una parte del val.
213: El Staples Center y la sede de la policía de la ciudad de Los Ángeles.
323: El Camino de la Triunfo de Hollywood y los distritos de bungalós vintage expulsados del código doscientos trece.
562: El Queen Mary y la única playa para perros sin correa del condado de la ciudad de Los Ángeles.
La geodesía telefónica puede ser la identidad, mas no el destino. ¿No puede permitirse una casa en Estero Beach? No importa, aún así puede permitirse un código de ámbito novecientos cuarenta y nueve, esos dígitos dorados de los corredores de yates y las amas de sus casas irreales, comprando un número a la cesión en sitios como phonenumberguy.com.
El dueño de ese extensión, Ed Mance, afirmó al Washington Blog post hace múltiples abriles que el trescientos diez era el más codiciado de todos y cada uno de los códigos de ámbito. “Son exageradamente extraños. La muchedumbre ya no puede obtener un trescientos diez, ni tan siquiera un trescientos diez al azar”. En lo que se refiere a los códigos de ámbito somos, honestamente, pedantes. “Nadie”, afirma Mance, “quiere un cuatrocientos veinticuatro, singularmente si tiene un negocio”.
Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué no se demandan los números telefónicos de los códigos de ámbito más deseables si, aparentemente, todos y cada uno de los códigos de ámbito se agotan tan veloz que las compañías de telefonía prosiguen pidiendo otros nuevos?
En mil novecientos noventa y nueve, mientras que la gran empresa de telecomunicaciones SBC presionaba a las autoridades federales a fin de que aprobasen la superposición de códigos de ámbito en todo el país, sin sentido de sitio, la Comisión de Servicios Públicos de California solicitaba a los federales que hiciesen que las compañías de telefonía actuasen como intercesores sinceros. Los californianos, conforme la CPUC, ya se han entregado cuenta de que “la ‘escasez’ de números es totalmente químico y, en consecuencia, la escazes de crear nuevos códigos de ámbito es falsa”.
¿Quién repartió estos códigos de ámbito? ¿Por qué Vermont recibió el ochocientos dos y el sur de California el doscientos trece?
La contestación es la palabra “dial”. Hemos descuidado el tanteador girante por el teclado, mas en mil novecientos cuarenta y siete, el año de emanación del código de ámbito, “cht-cht-cht” era el sonido del disco virando.
Así, cuanto menos dígitos tuviese un número, menos tiempo tardaba el tanteador en regresar a transformarse para poder marcar el próximo. Las grandes urbes (Manhattan, Los Ángeles, Chicago) tenían códigos de ámbito de pocos dígitos que eran más veloces de marcar: doscientos doce, doscientos trece, trescientos doce. A los estados menos poblados se les asignaron números más altos. En Vermont y Hawái, los lugareños adoran las sudaderas y viseras con los únicos códigos de ámbito de los estados, ochocientos dos y ochocientos ocho, tal y como si fuesen graduados de alguna universidad de códigos de ámbito.
Poco me afirma que eso no ocurrirá con el cuatrocientos veinticuatro.
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