Los pasatiempos extravagantes e inesperados que prefieren los políticos modernos

“Me encanta Londres”, escribió el pintor impresionista, Claude Monetque visitó la ciudad tres veces entre 1899 y 1901, donde pintó 94 cuadros. En septiembre, se inaugurará una exposición de los cuadros londinenses de Monet en la Courtauld Gallery, entre los que se incluye uno, Pont de Londres, que fue propiedad de Winston Churchill. El cuadro fue un regalo conjunto de Navidad y de 75 cumpleaños del agente literario Emery Reves, un regalo elegido para reflejar la pasión de Churchill por la pintura, no solo como conocedor sino como profesional.

Churchill se dedicó a la pintura en 1915, tras perder su puesto como Primer Lord del Almirantazgo tras la desastrosa campaña de Galípoli. Más tarde escribió que se sentía “como una bestia marina sacada de las profundidades… y entonces fue cuando la musa de la pintura vino a rescatarme”. La musa se convirtió en su compañera de toda la vida (y quizás más allá: “Cuando llegue al cielo, planeo pasar una parte considerable de mi primer millón de años pintando”, escribió).

A los políticos modernos les encanta invocar el espíritu churchilliano, pero la idea de un trasfondo extrapolítico como necesidad para contrarrestar las inevitables demandas del servicio público ha menguado, aun cuando las redes sociales han intensificado la tensión de estar constantemente a la vista del público.

Denis Healey (quien, como su contemporáneo político Edward Heath, tocaba el piano “con pasión, aunque no siempre con precisión”, según su obituario) identificó como un defecto de Margaret Thatcher lo que consideraba la falta de un “hinterland” –un pasatiempo absorbente más allá de la política–. Pero en la política moderna parece ocurrir lo contrario.

La única excepción permisible parece ser la escritura: desde Disraeli hasta Nadine Dorries, la ficción brota del Palacio de Westminster (por no hablar de las memorias de ex diputados). Pero Churchill, un autor prolífico, hizo una clara distinción entre los pasatiempos relajantes y la escritura (o la lectura), que sólo sirvió para agotar aún más el cerebro hiperactivo.

Si se busca en la actual lista de Westminster evidencias de un hinterland cultural, aparecen algunos ejemplos interesantes y peculiares: Andrew Bowie (Con), director asistente de The Garioch Fiddlers Strathspey and Reel Society; el saxofonista de jazz Darren Jones (Lab); Vince Cable (Lib Dem), ágil ex concursante de Strictly. Pero en una era política en la que las artes han sido lamentablemente infravaloradas, sería bueno escuchar al Primer Ministro, un músico talentoso que asistió a la Guildhall School of Music, hablar en favor de la importancia crucial de los hinterlands.


Alivio fiscal

Entre las instalaciones del baño privado del Ministro de Hacienda en el Tesoro hay un urinario de porcelana. Es de poca utilidad para la actual Ministra, Rachel Reeves, que consideró retirarlo, sólo para enterarse de que el mueble de 100 años de antigüedad tiene asociaciones con Churchill (prácticas, más que –en el espíritu de la famosa obra de arte de Marcel Duchamp de 1917, La fuente– culturales), y que su eliminación requeriría el permiso de construcción protegida, con un costo inicial de unas 8.000 libras.

En el Tesoro se habla de ocultar el objeto con una maceta, pero dadas las conclusiones del Proyecto Comprometido, que concluyó en 2022 que la provisión de baños públicos de alta calidad contribuiría significativamente a la regeneración de las calles principales del país en dificultades, la Canciller podría hacer mejor en conservar el urinario –un diseño elegante, casi Art Decó– para recordarle que hay más de un tipo de alivio fiscalmente importante.

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